A ti, a esa niña que fui y que hay en mí. A esa niña de ojos grandes y hoyuelos en las mejillas. A esa Yoly que convirtió a la familia en padres, tíos y abuelos por ser la primera y que los divertía cantando “Adelita” y “Juan Guerrero” parada en el mostrador del almacén.
Mi querida niña, dejaste huellas imborrables en mí ser y me alegra mucho que podamos convivir sin reproches, valorándonos, respetándonos y queriéndonos.
Gracias por tu timidez e inocencia, aunque muchas veces me hubiese gustado ser menos tímida.
Gracias por tu imaginación creativa que hacía posible la fantasía de convertir una mancha de humedad en extrañas figuras y las nubes en personajes insólitos de historias increíbles.
Gracias por tu mente voladora que salía a pasear a través de la ventana colgada de la cola de un barrilete y se elevaba en el diáfano cielo sanjuanino.
Gracias por tu curiosidad incesante y por el deseo de aprender y por el disfrute de la lectura.
Gracias por tu humildad y sensibilidad, por las tardes de rondas y rayuela y por inventarte juegos a la hora de la siesta para no dormir.
Gracias por haber vivido en tu mundo ante las adversidades de la vida y por haberme enseñado la riqueza del mundo interior que hace más llevadero el mundo que nos tocó vivir.
Gracias a ti sigo siendo una mujer soñadora, creativa, imaginativa que sigue aprendiendo.
Te pido disculpas si lo que esperabas y soñabas para tu vida, no fue del todo como lo imaginaste, tuve que reemplazar algunos sueños por crudas realidades.
Me adapté al devenir de nuestra vida intentando lastimarte lo menos posible y sin alterar la esencia que nos une.
Ya ves, no nos fue mal: amamos y fuimos amadas. Llevamos recorrido más de la mitad de nuestro itinerario y juntas cruzaremos la línea de llegada cuando se baje la bandera a cuadros. Nos miraremos y con una sonrisa daremos gracias por la felicidad de la vida compartida.
Y. E. FUNES